Un pensamiento devocional

jueves, 2 de junio de 2011

Un pensamiento devocional...

Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán a tu santo monte”-Salmo 43:3.  Estudiemos- Hebreos 12:18-29; Isaías 6:1-13
     A veces, leemos el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia, o cualquier otro libro de la Biblia, como si fuera una novela de CorínTellado. Pero la realidad es que las revelaciones divinas en su monte, no son “un pellizco de un manco” para aquel que las recibe.  
     El escritor de las carta a los Hebreos, nos relata lo sucedido en los cuarenta días de revelación de Dios a Moisés. Moisés tuvo que ir al monte solo, Josué lo acompañó hasta el pie de la montaña, pero le fue prohibido subir más. Las experiencias en el monte de Dios se tienen que pasar a solas. Una nube espesa cubría el monte; se veían rayos y luces, se oían truenos y voces…
      Fue tanta la majestad y la gloria de aquella revelación que el pueblo se cubrían los ojos y los oídos; y no querían acercarse al monte por temor a morir… Fue tanta la majestad, el peso y la gloria de aquella revelación que el pueblo pensó que Moisés había muerto; y cuando volvió al campamento tuvo que tapar su rostro porque el pueblo no podía tolerar el resplandor de su rostro. Sí, la revelación de Dios a Moisés fue extraordinaria; para poder recibirla Moisés tuvo que pagar un alto precio, también; tuvo que morir a sí mismo, a su carne, a su criterio, a su voluntad y aun a la debilidad de su longevo cuerpo.
     Aunque el precio de recibir la revelación fue alto, la recompensa de ella también fue bien grande. La gloria de esa revelación le dio tal fuerza al anciano Moisés, que por otros cuarenta años, fue capaz de conducir al pueblo por el desierto, gobernándoles con sabiduría y poder. Cuando leas el Pentateuco, o leas los escritos del apóstol Juan, léelos con agradecimiento, sabiendo que tanto Moisés como Juan, tuvieron que renunciar a todo con tal de subir al monte a ver lo que ojo no vio ni oído oyó para dejarlo escrito en libros, para que nosotros pudiéramos conocer el amor de Dios en Cristo. Juan describe el impacto de la gloria de Dios en su carne al decir: “…cuando le vi, caí como muerto a sus pies…- Ap. 1:17.
    ¿Quién puede ver a Dios y no quemarse con su gloria y esplendor? ¡Nadie!. Esa fue la misma experiencia que tuvo el profeta Isaías… En el capítulo 6 de su libro, Isaías relata su experiencia de monte con la gloria de Dios. Dice que un día, mientras se encontraba en el templo, entristecido por la muerte de su rey Uzías (un rey bueno, que había beneficiado mucho al pueblo), tuvo una visión de Dios, su trono y de la adoración celestial. La reacción de Isaías fue semejante a la reacción de Moisés y de Juan:
-“Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy hombre muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”.
    Aunque el libro de Isaías no lo dice, el precio que el profeta tuvo que pagar por ese llamado fue también extraordinario; la tradición judía dice que murió aserrado- He. 11:37.
    Algunos enseñan que como ya Jesús pagó todo el precio en la cruz del Calvario, es muy sencillo ver la gloria de Dios y no hay nada que pagar… Bueno, yo no sé, pero a mí me parece que al precio que la Escritura se refiere, y Jesús se refería (al decir: “Toma tu cruz y sígueme”) es a la muerte a la carne, a los deseos de ser estrella en el firmamento cristiano, de brillar por nuestra propia cuanta; porque al Monte de Dios se entra solo y desnudo – sin títulos, sin organizaciones religiosas, sin liturgia, apariencias, mentiras, programas, espectáculo, conciertos... ¡Ups! Y cuando quitamos todas esas cosas… ¿qué nos queda?
    A mí me parece que todo aquel que ve al Señor en Su trono alto y exaltado, no tiene otra cosa que hacer que reconocer que es demasiado pequeño y vulnerable, pecador y débil para toda esa gloria y majestad… Que aunque veamos al Padre a través de Jesucristo, con todo… la visión del Cristo glorificado es extrema:
Y me volví para ver de quién era la voz que hablaba conmigo. Y al volverme, vi siete candelabros de oro; y en medio de los candelabros, vi a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido con una túnica que le llegaba hasta los pies y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la blanca lana, como la nieve; sus ojos eran como llama de fuego; sus pies semejantes al bronce bruñido cuando se le ha hecho refulgir en el horno, y su voz como el ruido de muchas aguas. En su mano derecha tenía siete estrellas, y de su boca salía una aguda espada de dos filos; su rostro era como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y El puso su mano derecha sobre mí, diciendo: No temas, yo soy el primero y el último,”- Apocalipsis 1:12-17
    ¡Hoy es un buen día para pedirle al Señor que nos suba al “monte de la revelación” aunque el precio a pagar sea alto; aunque al verlo caigamos como muertos al suelo, aunque cuando bajemos tengamos que cubrirnos el nuestro rostro delante de todos aquellos que no entiendan ni quieren entender! Me parece que hoy es un buen día para orar: “¡Señor, yo quiero ver tu gloria cueste lo que cueste!”
Por: Griselle M. Trujillo   gtrujillo913@gmail.com

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